Se despertó sobresaltado por la vibración del teléfono bajo
la almohada, observó la pantalla con los ojos aún medio cerrados descubriendo sin
asombro que tenía más de quince llamadas perdidas. No prestó atención a su
procedencia y se dispuso a mirar a su alrededor, intentando averiguar en qué
lugar se encontraba y qué le había llevado hasta aquella oscura habitación. Pequeños
pinchazos martilleaban incesantemente su cabeza, pero no sólo era la cabeza lo
que le dolía, sino que podía sentir hasta el último de los huesos de su cuerpo
clamando por un poco de descanso. Los retazos de la noche anterior fueron
acudiendo a su mente lenta y dolorosamente, le costaba recordar cómo habían
sucedido los hechos, pero echando un vistazo a la puerta del baño entreabierta,
vio que lo había hecho de nuevo. Se prometió una vez más que la próxima vez debería
beber menos o podría acabar teniendo serios problemas.
Lentamente se sentó en el borde del mullido colchón. Trató
de poner en orden sus ideas para poder actuar con precisión y así no olvidar
ninguno de los pasos que tenía que dar a continuación. Se maldijo así mismo por
no haber hecho la maldita lista que llevaba pensando desde hacía tiempo, algún
día dejaría de hacer algo y terminarían por cogerlo, con las consecuencias que
ello acarrearía. Lo primero que debía hacer era asegurarse de que nadie podría
averiguar que esa noche había estado allí, así que mandó un mensaje de texto a
su mejor amigo pidiendo que le diera una coartada frente a sus padres,
prometiéndole otra vez que le contaría quién era la chica que había estado
viendo los últimos fines de semana. Empezó a repasar todo lo sucedido al llegar
al motel, para asegurarse de que nadie le había visto directamente y pudiera
reconocerlo si alguien preguntaba en los días siguientes. Después se dedicó a
recoger todos los restos que había por la habitación de la noche anterior: la
caja de pizza, los condones usados y la ropa que había llevado. Se quitó la
absurda peluca y las patillas y lo introdujo todo en bolsas de plástico por
separado, colocándolas junto a la puerta. Aprovechó para comprobar que ésta
estaba bien cerrada, deteniéndose a medio camino mientras se reía de su propia
preocupación: como si aquel cutre motel tuviera servicio de habitaciones que pudiera
molestarle.
Por último, decidió que se tenía que enfrentar a lo que se
encontraba en el baño y abrió la puerta con lentitud. Encendió la luz y, como
había hecho en la habitación, fue recogiendo todo lo que pudiera resultar
peligroso que encontrase la policía. Echó una mirada de soslayo a la chica que
yacía en la bañera tintada de rojo y recordó que debía hacer una cosa más antes
de marcharse. Sacó un pequeño pincel del bolsillo del pantalón y, con la sangre
que había en la bañera, escribió en la pared los crímenes cometidos. Había sido
realmente difícil investigarla, pero al final había encontrado suficientes
pruebas para considerarla culpable. Pegó las fotografías, en las que se la veía
vendiendo droga a varios chicos que no debían tener más de 14 años, para que
los ineptos de la policía pudieran incriminarla sin problemas y salió del
cuarto de baño rápidamente, pues el hedor a sangre seca comenzaba a ser
insoportable.
Se sentó en la cama e intentó recordar cómo era el motel en
el que se encontraba para buscar una salida sin tener que pasar por recepción.
Dedujo que la mejor opción era desplazarse hasta el tejado del edificio de al
lado y luego dejarse caer hasta la calle contigua, donde sólo había un piso de
altura. Recogió todo lo que había dejado en la puerta, repasó mentalmente una
vez más que no se dejaba nada por hacer y salió, cerrando la puerta tras de sí.
Una vez fuera se quitó los guantes y los guardó en una de las bolsas negras.
Cuando ya había caminado durante un par de manzanas, sacó una
de las bolsas de la mochila y la tiró a un contenedor. Más tarde hizo lo mismo
con las demás, mientras pensaba que iba a tener que encontrar otra forma de
hacerlo, puesto que eso aún le dejaba con demasiado riesgo de lo que era
admisible permitir y, poco a poco terminaría con su escasa economía. Dejó de
pensar y cogió el autobús circular, directo a la primera clase de la mañana. Al
fin y al cabo no tenía por qué preocuparse: la policía nunca sospecharía de un
chaval de diecisiete años que aún iba al instituto. O, al menos, eso creía él.