jueves, 7 de febrero de 2013

El sótano.


No sé dónde estoy. He despertado en un extraño sótano en el que la única fuente de luz es la rendija bajo la puerta que se encuentra a diez pies sobre donde estoy. La luz es demasiado débil y no veo nada a mi alrededor, pero tengo las manos atadas a la espalda y noto sangre seca en un lateral de la cabeza: su olor comienza a darme náuseas. No tengo ni idea de cuánto tiempo llevo aquí tumbado, pero tengo la boca pastosa y siento la imperiosa necesidad de beber agua: creo que me han drogado. Lo último que recuerdo es que estaba leyendo en la cama, hasta que me quedé dormido como la mayoría de las noches.

Intento levantarme a duras penas, pero descubro que la correa que me ata las muñecas también está sujeta a lo que parece la tubería de la caldera que suena a mi derecha. Para mi sorpresa, los pies los mantengo libres, así que aprovecho para incorporarme ligeramente y apoyar la espalda en la pared. Mis ojos se han acostumbrado lentamente a la oscuridad reinante, por lo que empiezo a distinguir lo que me rodea. Efectivamente me hallo en un sótano, no demasiado grande, en el que sólo hay una pequeña mesa de herramientas, una lavadora oxidada y una vieja caldera que no cesa de repetir una serie de ruidos rítmicos y monótonos.

De repente escucho pasos y veo a través de la rendija cómo una persona se detiene ante la puerta y comienza a manipular la cerradura. Cuando abre, la luz me ciega parcialmente y no puedo distinguir quién es, pero lleva algo en la mano, que me arroja con fuerza y cae sobre mí, golpeándome en el estómago. El golpe me pilla de improviso y me da con toda su fuerza, haciendo resbalar por mis mejillas dos rápidas lágrimas que caen para morir en el suelo de hormigón. La figura permanece en el arco de la puerta varios segundos, observándome. Se encuentra a contraluz y no puedo diferenciar sus rasgos, aunque parece que lleva una extraña máscara que le cubre la mayor parte de la cara. Lentamente da un paso hacia atrás y cierra la puerta sin parar de mirarme, dando tres vueltas al cerrojo, encerrándome de nuevo en este oscuro sótano. Me ha parecido ver una sonrisa en el fragmento de su rostro que no estaba cubierto por la máscara.

Cuando mis ojos vuelven a acostumbrarse a la ausencia de luz, descubro qué es el objeto con el que me ha golpeado: un bidón de ciclismo lleno de agua. En ese momento estallo en lágrimas, pidiendo auxilio con toda la fuerza de mi voz.

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