Miró impaciente el reloj, temiendo lo peor: que se había echado atrás, que no había podido soportar la presión y había decidido volver con su marido, por miedo a las consecuencias, a poder perderlo todo. Recordó lo que les había llevado a esta situación: las miradas cómplices en la oficina, las notas escondidas y los besos fugaces robados cuando nadie podía verlos. Volvió los ojos hacia las pequeñas agujas y se dijo a si mismo que cinco minutos no eran nada, tal vez tenía problemas para encontrar aquel lugar perdido en la montaña, aunque creía haberle dado las indicaciones correctas.
De repente escuchó un coche sobre la gravilla y consiguió reconocer el motor de su viejo Ford. En su mente se fueron apareciendo todos y cada uno de los movimientos que hacía hasta llegar a la casa: la puerta del coche al cerrarse, las piedras crujiendo bajo sus pies y por último sus pasos por el suelo de madera de la entrada, deteniéndose frente a la puerta que permanecía entornada. Lentamente los goznes giraron y su figura apareció recortada por la luz exterior. Llevaba puesto el vestido azul ceñido a la cintura con el que tiempo atrás le había conquistado en la primera reunión de trabajo.
Decidida y con un brillo especial en la mirada entró y cerró la puerta tras de sí, dejando todos los temores al otro lado del arco de entrada. Se dirigió hacia él, lentamente acercó sus labios a los suyos y los rozó ligeramente. Su lengua juguetona comenzó a recorrer entonces la comisura de los labios, hasta que él consiguió reaccionar y le devolvió el beso, descubriendo por fin los rincones ocultos de aquella boca que tanto tiempo llevaba deseando. Las manos de ambos recorrían el cuerpo del otro, anhelantes de sentir el tacto de la piel contra la yema de los dedos. Con ansia de descubrir lo que tanto tiempo había estado deseando, empezó a subirle la camiseta. Ella levantó los brazos para facilitarle el trabajo y cuando por fin la camiseta salió de su cuerpo para perderse en un rincón de la pequeña habitación, su largo pelo ondulado cayó sobre sus pechos, provocandole un pequeño estremecimiento de placer. Se miraron, intercambiando millones de palabras de deseo en un segundo mientras sus ojos se mantenían unidos por aquel extraño puente, y siguieron quitándose la ropa.
Desnudos bajo la tenue luz de una vela que alumbraba la estancia, con sus cuerpos entrelazados, disfrutaban de cada caricia, cada roce con el que el otro le obsequiaba. Él comenzó a besarle lentamente el cuello, jugueteando a la vez con su lengua por detrás de la oreja, mordiendo pícaramente el lóbulo. Comenzó a bajar por su cuerpo, rozando cada parte de su ser, explorando cada recóndito lugar perdido entre sus curvas. Se detuvo en los pezones, pequeños y rosados, y con sólo su respiración sobre ellos hizo que se endurecieran rápidamente. Siguió hacia abajo, deteniéndose en cada punto que la hiciera estremecerse, hasta llegar a sus caderas. Le abrió ligeramente los muslos y comenzó a juguetear con su clítoris mordisqueándolo ligeramente. Las manos de ella se entrelazaron con su pelo, convidándolo a que siguiera. De pronto, llevó sus pies hasta su miembro y lo masajeó ágilmente, provocándole un placer impensable. Era la primera vez que alguien le hacía algo así, pero era mil veces mejor que nada que hubiera probado: sus pies se movían con una velocidad pasmosa y temió que pudiera terminar antes de empezar siquiera.
Ardiendo de deseo volvió a su boca, deseante de seguir probando el dulce sabor de sus labios. Se colocó completamente encima de ella y, tras ver su mirada, pidiéndole a gritos que lo hiciera, la penetró, consiguiendo que su vello se erizara por el contacto. Ella le dio la vuelta salvajemente y se sentó sobre sus caderas. Moviéndose rítmicamente hacia delante y hacia atrás mientras le miraba fijamente a los ojos con la mirada plagada de deseo y lujuria. Los movimientos se hicieron cada vez más rápidos, ya no podía reprimir más los gemidos de placer y comprobó que eso le excitaba sobremanera. Decidió cambiar de táctica y sus caderas empezaron a describir pequeños círculos a la vez que subían y bajaban con un ritmo cada vez más frenético. Sintió que él estaba a punto de llegar al orgasmo y sonrió al pensar que esta vez no debería fingirlo como hacía con su marido. Sus gritos de placer se acompasaron y casi al mismo tiempo soltaron el último gemido, el de dos personas que llevaban esperando para encontrarse durante demasiado tiempo.
Mientras bajaba y se colocaba acurrucada a su lado pensó que debería plantearse muchas cosas a partir de este día, porque por fin había encontrado a aquella persona que la completaba perfectamente. No sería fácil, pero cuando dos almas quieren estar juntas, nada puede impedir que se unan.